Una Nochevieja más aquí estoy. Os prometo que esta vez no sé cómo lo he conseguido, pero aquí estoy. Justo a tiempo para dejaros un nuevo relato navideño de mi Universo de #amordelbueno. Sí, parece que no aprendo con los años, porque, una vez más, este pequeño fragmento es un gran charco. Ya lo entenderéis.
Pero, ya me conocéis, sabéis que, en el fondo, adoro meterme en estos charcos.
También os digo una cosa, si no habéis leído la serie Buen Camino, no tiene mucho sentido que os aventuréis a leer esto, porque os vais a comer más spoilers que polvorones o turrones en Navidad y se perderá la magia.
Venga, no me enrollo más. Os deseo un 2023 cargado de SALUD, para que nada os impida cumplir vuestros sueños.

LOS PELIGROS DE LA NOCHEVIEJA
Mi padre me echa de la cocina, como de costumbre, y yo obedezco, pero me llevo un trozo de queso en la boca y otro en la mano, para luego. Cuando salgo, me debato entre subir al desván, que es mi habitación estos días, a tocar la guitarra un rato antes de cenar, o entrar en el salón e intentar encontrar un hueco entre toda esa gente que lo abarrota.
Hoy se termina el año y hemos venido todos a celebrar la Nochevieja a Menorca, a la masía de mis abuelos. Bueno, de momento, estamos todos menos ella, que perdió su vuelo desde Londres ayer y estará a punto de llegar.
—¿Y esa cara? —me pregunta mi madre cuando entro en el salón.
—Mal de amores —responde Zoe, su mejor amiga, y yo pongo una mueca de no sigáis por ahí, por favor.
Sí, hace dos meses que me dejó Olivia, pero lo llevo bien, ni lloro por las esquinas, ni miro su Instagram cada diez minutos, ni la echo de menos como para que me duela el pecho. No, a ella no. Lo único que no se me va de la cabeza son las palabras que me dedicó antes de mandarme a la mierda. Esas sí que me taladran el cerebro, constantemente.
¿Y si tiene razón? ¿Y si soy tan capullo y tan iluso que solo tengo hueco para ella? ¿Y si lo ven todos menos yo?
—Será mejor que me suba arriba —comento con desgana y me giro para salir de aquí. Pero, en este instante, suena el timbre de la puerta, y sé que huir ahora no tiene ningún sentido.
—Anda, abre tú. —Me guiña un ojo mi madre.
—Mamá… —protesto.
—Vamos, Santiago. Que no se te olvide que eres hijo del gentleman. —Mi padre sale de la cocina con dos bandejas de embutido en la mano y me deja su perlita, cómo no.
Bufo. Ya empezamos…
—¡Ay! ¡Ya está aquí! —chilla entusiasmada Zoe, que me coge del brazo para arrastrarme por el pasillo hasta la puerta con ella.
Cuatro meses. Cuatro meses sin verla. Desde que se fuera en agosto después de… de aquello. ¿De aquello, Santi? ¿De verdad? Sus padres fueron en octubre unos días a estar con ella, pero yo no pude. O quizá sí que pude, pero no me atreví. Todavía estaba Olivia, todavía estaba ahogado en mi puto caos mental, todavía era un pedazo de cobarde…
Vale, ya me centro.
Soy el encargado de girar el pomo para encontrarme de frente con ella.
Con Triana.
Triana.
Mi Triana.
Mi otra mitad.
Mi mejor amiga.
Mi peor pesadilla.
Mi compañera de cumpleaños, juegos y aventuras casi desde el mismísimo día en que nació, porque lo hizo cuatro días después de que yo llegara al mundo.
Mi confidente
Mi instigadora.
Mi peligrosa.
—¡Tata! —Biel viene como un loco y se abalanza sobre ella antes de que nuestras miradas detengan el puto tiempo.
Una noche.
Agosto.
Los dos.
Está preciosa. Lleva el pelo más largo que la última vez, revuelto y sin peinar, las pecas han perdido intensidad, pero el tono verde de sus ojos junto con el rojo de sus labios, le dan toda la luminosidad que le falta. Brilla. Como cada día desde que la conozco. Brilla.
Me sujeto a la puerta mientras Adrián pasa con su maleta, su hermano deja el turno a su madre y se funden en un abrazo lento y fuerte. Yo sigo como un gilipollas observando en la misma posición, vamos, como lo que soy.
Trae puesto un abrigo de lana beige, que se abre para dejar a la vista un vestido negro de terciopelo corto, ajustado a sus increíbles curvas, es sus pies, sus eternas Martens, y sobre el cuello, una bufanda enorme, que con los abrazos, se le cae, así que me cerebro, que debe de estar en pausa, se reinicia para agacharme y recogerla del suelo. Su madre la suelta, por fin, y ahora sí, ahora solo quedamos ella y yo.
—Hola…
¿Hola? ¿Así? ¿Sin más adornos? Joder, Santiago, cada vez lo haces peor.
—Hola, amigo. —Tres sílabas con su peor entonación. Tres puñales.
¿No piensa reaccionar, Santi?
Acorto un paso. Dos. Y le paso la bufanda alrededor del cuello. Estamos cerca. Muy cerca. Sus ojos ahora sí que se posan sobre los míos. Un segundo. Dos. Y después lo hacen sobre mi boca, a mí me resulta también imposible no mirar la suya. Jugosa, entreabierta, perfecta. Doy un pequeño tirón sobre los extremos de la lana, que la pilla desprevenida, y, a continuación, abro mis brazos para envolverla con ellos.
Deluxe, idiota.
Me parece oír un suspiro de resignación mientras nos abrazamos.
—Hola, Triana.
No sé los segundos que pasamos así; mudos, inmóviles, perdidos. Como si el calor de nuestros cuerpos fundidos, alineara de nuevo las órbitas de nuestros planetas, separados en los últimos meses y no solo por la distancia en kilómetros.
¿Pueden dos corazones crecer y latir juntos desde el minuto cero y jamás despegarse?
Ni idea, pero te juro que me encantaría averiguarlo.
Las voces de nuestros padres diciéndonos que la cena está lista rompen la burbuja, o la cueva, o lo que sea esto donde nos hemos quedado atrapados. Y, en el mismo silencio en el que nos hemos escondido del resto del cosmos, nos sentamos a cenar, no sin que antes Triana cumpla con su ronda de abrazos. Mis abuelos. Mi tío Eloy, mi tía Lorena, y nuestro primo Jordi, que aunque no sea con el ADN completo, le compartimos. Mi tío Xavi y Carol, su segunda mujer, y sus mellizos, o sea, mis primos. Mi padre, mi madre y mi hermana, que como buena preadolescente le bombardea a preguntas sobre todo su outfit.
La cena es todo lo divertida y caótica que os podáis imaginar, porque cuando juntas en una mesa a mi tío Eloy, que sigue sin haber adquirido la madurez necesaria, a mi padre, que sigue siendo el mismo gentleman, como bien él ha dicho, pero con un humor fino a la hora de responder pullas, y a Zoe, la madre de Triana, exenta de filtros a día de hoy, la diversión y las risas están siempre aseguradas. Y los cuchillos, esos también. Porque este grupo tan variopinto tiene la sana costumbre de no dejarse pasar ni una y eso incluye sacar los trapos sucios más recientes y los más antiguos, para eso llevan casi media vida juntos. Cuando Adrián empieza a incluirnos en las batallitas a Triana y a mí, sé que estoy perdido.
Vergüenza llegando en tres. Dos. Uno.
—¿Os acordáis de aquella Nochevieja que Santi no dejó de cantar el villancico que le compuso a Triana? Entró en bucle. Además con la pandereta.
—No, joder. No es necesario… —me quejo.
—Santi, esa boca —me riñe mi madre.
—Imposible olvidarlo, fue en italiano. —Añade mi padre orgulloso de sus raíces y un ohhh general suena a continuación.
—¡Fue divino! —Ironiza mi tío Xavi—. Si ahí ya se veía que… —Le fulmino con la mirada para que no termine esa frase.
Me llevo genial con él, es más, solemos comer juntos un día a la semana, él y yo solos. Me gusta, porque creo que es el único de la familia que piensa diferente y que me entiende. Él mejor que nadie sabe lo que es no acertar a la primera. Dios, voy a matarlo.
—Venga, papá. ¿Eso es lo más bochornoso que has encontrado de todas sus actuaciones? —Interviene Triana y entonces, la miro. Será cabrona, no me puedo creer que esté disfrutando viéndome sufrir. —. Porque yo puedo hacerte una lista con todas. ¿Ya les contaste la última, Santi?
¿En serio? ¿Quiere hablar de esto aquí?
—Vaya, si casi son las doce. Santi, ayúdame a recoger, y así traemos las uvas para esta gente. —Gracias, papá, por el cable.
Me levanto sin apartar la mirada de la de Triana. Ella tampoco esquiva la mía. ¿Nos retamos? ¿O nos estamos diciendo cosas sin pronunciar palabras? Sí, quizás tengamos una conversación pendiente, o dos. Pero no creo que el último día del año, rodeados de toda nuestra familia, sea el mejor lugar para tenerla. O sí.
Mi tío Xavi también se levanta para ayudarnos, o a darme apoyo psicológico, que le conozco. Hacemos varios viajes en silencio y echamos una mano a mi padre con las uvas. Él sigue queriendo mantener el rol de único cocinero de la familia y más en una noche especial como esta, pero le encanta que le ayude, y, sobre todo, que me interese por el amor y la sensibilidad que pone en cada plato que cocina para los suyos. Él y su amor del bueno eterno hacia mi madre, que sigue siendo su loca favorita. Sin embargo, él también derrocha amor hacia Laia y hacia mí, incondicional. Y, por supuesto, hacia el resto de la familia, la que le tocó y la que eligió.
—¿Todo correcto? —me pregunta mientras me da la última copa para que lleve al salón. Sonrío, porque esa pregunta es mítica entre él y mi madre. Me encanta ser testigo de su amor con el paso de los años. Pero también es un hándicap enorme y, a veces, me abruma. Me gustaría tener lo de ellos. Por supuesto que sí.
No soy imbécil, aunque lo parezca a ratos. Sé lo que siento y sé todo lo que podría construir o destruir con ello. De ahí el acojono.
—No, pero lo estará —respondo y espero zanjar aquí el tema.
—No lo retrases, Santi. —Ese es Xavi, dándome un pequeño empujoncito una vez más—. Luego cuesta el triple conseguirlo. Te lo digo yo.
El salón es un auténtico infierno. Gente agolpada delante de la televisión, en los sofás los más mayores y en el suelo los más pequeños.
No necesito buscarla, porque, hemos compartido tantos cambios de año, que me conozco su ritual. Sola. Pegada a una ventana siempre abierta, para sentir que delante de sus ojos tiene un mundo lleno de posibilidades y para respirar. Da igual que estuviéramos en aquella cabaña de la estación de esquí a menos cinco grados. O en aquella casa que se caía a pedazos en Girona, con un fuerte temporal. O aquella otra vez en el apartamento minúsculo de Adri en Valencia, oliendo el Mediterráneo. Siempre, uvas en la mano derecha, sí, las come con la izquierda, con la misma que pinta, y ventana abierta, en este caso es la puerta de cristal por la que sale al jardín donde ahora mismo solo está iluminada la piscina.
—El salón es muy grande…
—Y tú muy pequeña —la vacilo o trato de hacerlo, porque, tal y como tuerce el morro, creo que no lo he conseguido.
—¿Hoy también vas a huir cuando den las doce como Cenicienta?
—No huí.
—Y una mierda, Santi. Te largaste, como un corderito asustado y me dejaste allí….
—Estaba acojonado. Y no quería estropear…
—Para, por favor. No necesito que me cuentes la misma película…
—Sigo acojonado. —la corto. Me pego a ella por detrás, porque están a punto de empezar las campanadas y ha roto nuestro contacto visual para mirar hacia el infinito, a ese mundo que nunca será lo suficientemente grande para ella—. Pero hoy voy a saltar.
Me mira, incrédula, y un segundo después, me ignora. Yo ignoro al resto. No sé si nos están observando o si cada uno está a los suyo, la verdad es que las voces y las bromas cada vez son más escandalosas y las apago de mi mente. Llega la primera uva y me coloco a su derecha para mirarla solo a ella. A su pelo jodidamente bonito, a sus labios rojos cuando los abre, a su nariz minúscula, a sus pecas que me sé de memoria, a sus manos pequeñas y a sus ojos verdes, vivos, mágicos y únicos. Y como las uvas. Hipnotizado pero las como.
Ocho.
Nueve.
Diez.
Once.
Y doce.
—¡Feliz Año Nuevo! —gritan todos y yo salto, como he dicho hace unos segundos que haría, pero esta vez con ella.
La cojo de las rodillas y cargo con ella como si fuera una niña. La pillo tan de sorpresa que no le da tiempo a abrir la boca, solo a mirarme con los ojos como platos. Corro los metros que nos separan de la piscina y salto. Saltamos. Al agua. O al vacío. Y no la suelto durante la zambullida, ni tan siquiera luego, aunque ella intenta zafarse de mi agarre.
Después del tirabuzón, y de ser consciente que el 31, bueno, en realidad ya es 1 de enero, en Menorca el agua no está muy caliente, sacamos nuestras cabezas fuera.
—¡¿A ti se te ha ido la puta olla, Santiago?! —me grita, pero sonríe, joder, sonríe y está guapísima así. Con las gotas resbalando por su cara, con el pelo pegado y con los labios ahora morados por el frío, hasta con el rímel un poco corrido está preciosa. Y sonrío.
—A mí aquella noche de agosto se me paró el puto corazón, Triana. Y no quiero volver a vivir sin ritmo cardiaco ni un día más. ¿Lo entiendes ahora?
Asiente y pegamos nuestras frentes. Estamos en una zona en la que yo hago pie pero ella no. Así que enrosca sus piernas en mi cintura y enmarca mi cara con sus manos para comerme la boca. No sabría decir quién ataca a quien antes, porque en lo único que puedo concentrarme es en su lengua caliente y en sus labios envolviendo los míos una y otra vez. No es nuestro primer beso, por supuesto que no, pero lo único que me importa en este instante es que no sea el último.
—¡Mamá! ¡Triana y Santi se están enrollando!
—¡Con lengua! Puag, que asquito. ¿Pero son novios?
—¿En la piscina? Nosotros también queremos bañarnos, ¿podemos, mamá, podemos?
—¡No! No podéis.
—¡Oh, qué bonitos!¡Asomaos, consuegros! ¿Quién va a pagar la boda?
—¡Que boda, ni que boda!
—Joder! Si esto se veía venir. ¿Desde hace cuánto?
—Una eternidad.
—¿Quién les da los condones? ¿El padre de la novia o el del novio?
—Los tíos bocazas, capullo.
—Mira, Adri. Otros que se estaban enrollando en secreto, seguro, como estos dos.
—¡Qué os den!
—¿Estáis llorando? No me lo puedo creer, mi sister y la Peli llorando. Joder, con lo que habéis sido vosotras. Esperad, no os mováis, voy a haceros una foto.
—¡Idiota!
—Salid de ahí antes de que os congeléis.
—Loca, ¿tú crees que tienen frío?
—No lo sé. Sigo en shock, Camino.
—Y yo, mi calabaza, ahí con tu hijo…
—Mira, se están enrollando igual que vosotros en aquella piscina en el cumple de Eloy…
—Claro, mejor eso que solo mirarle la boca como hiciste tú en el primer cumple de ellos. ¿Recuerdas? Aunque luego le comiste otra cositaaa… que rima con…
—¡Cállate!
—Hay niños pequeños, por favor.
—¡Jo, mamá, dais cringe! Los padres de mis amigos son normales…
—Son aburridos, cariño, no normales. Eso aquí no lo verás.
—Nunca.
—Será mejor que los dejemos a solas…
—Sí, que ahora igual le toca las castañuelas, en vez de la pandereta y es mejor no verlo.
—¡Zoe! —Un último chillido de advertencia hace que los espectadores se empiecen a retirar para volver a entrar en casa.
—¿Qué pasa? No he dicho nada del otro mundo. Son los peligros de la Nochevieja cuando pones en tu vida a una pelirroja, ¿verdad? —añade tan pancha y me guiña un ojo, porque soy el único que puede verla, Triana está descojonándose, con la cabeza enterrada en mi cuello.
Sí, estos son los nuestros.
Estamos exultantes y felices, por eso volvemos a besarnos, aunque estemos a punto de perder algunas de nuestras extremidades.
—Dios, esto ha sido… —Tirito contra su boca.
—Surrealista, pero no podría haber sido de ninguna otra manera. Queramos o no, pertenecemos a este micro universo de chalados y peligrosas.
—Correcto y ¿sabes lo peor?
—¿Qué?
—Que vamos a tener que reconocer ya que nos gusta, porque no creo que exista un universo de amor del bueno en el que crecer y vivir mejor que en este, en todos y cada uno de los sentidos.
—Lo sé.
Y continuamos besándonos…
FIN
