El próximo 4 de enero de 2022 publicaré mi octava novela. Creo que ya os he dicho durante estas ultimas semanas que es la más romántica y la más especial de todas las que he escrito hasta ahora.
Tengo tantas ganas de que podáis leerla que os voy a dejar por aquí los tres primeros capítulos.
En menos de un mes la podréis disfrutar de principio a fin. Y no me matéis por poneros los dientes largos unas semanitas antes de que salga.
Espero que os guste.

1. BILLETE DE IDA
2021
VEGA
Extraña en mi propio cuerpo.
Un ligero hormigueo me recorre la yema del dedo índice, es una sensación tan rara que me bloquea la mente durante un número ilimitado de segundos. Los recuerdos dormidos se despiertan antes de completar el último paso, azotando la sensibilidad de mi piel y de algo más intangible. No dudo, bueno, quizá sí que vacilo un poco hasta que, por fin, pulso la tecla definitiva.
Vaya, es increíble que hayan pasado casi diez años desde la última vez que hice esta misma operación: comprar un billete de avión para viajar a idéntico destino —uno que jamás creí que volvería a pisar—. Aunque, en aquella ocasión, lo que se cocía en mi interior era completamente distinto.
—Buenos días, me muero por un café. —Esa es la voz de Bruno, que se acaba de levantar de mi cama.
La noche no se nos dio mal, nada mal. Y eso que es solo la tercera vez que nos acostamos y la primera que dormimos juntos. En realidad, no sé si las pocas horas que hemos pasado sobre el colchón se considerarán dormir. Lo que me ha quedado bastante claro es que, tanto en el sexo como en la vida, lo mejor es olvidarse de las expectativas. No obstante, por muy satisfactoria que haya sido la velada, no estoy acostumbrada a compartir horas de sueño con nadie y, además, hace años que no se me pegan las sábanas, ni tan siquiera los domingos.
—En el segundo armario de la derecha están las cápsulas —le respondo—. Por cierto, a mí no me hagas, prefiero té.
Me levanto de la mesa del salón, que también es mi escritorio, y llego a la cocina. Tener todo al alcance de la mano es solo una de las ventajas que tiene mi apartamento de cuarenta metros cuadrados al lado de la plaza de Santa Ana.
Bruno está descalzo, pero ya se ha vestido; vaquero y camisa de rayas, blancas y azules, un atuendo un poco agobiante para finales de agosto en Madrid. Por cierto, nada que ver con el mío, que me he plantado una camiseta blanca de tirantes, bastante dada de sí, y unas bragas negras que he sacado del cajón antes de abandonar mi habitación.
No tenía planeado que se quedara a dormir, aunque, como se suele decir: Una cosa llevó a la otra. Y, ahora, compartiremos desayuno tardío, porque echarle con cualquier excusa pobre sería bastante cruel hasta para mí.Me mira de arriba abajo cuando llego a su lado y sonríe de medio lado, con una expresión que no sé descifrar, será la falta de costumbre. Se inclina para pegar su boca a mis labios en lo que supongo que es su forma de darme los buenos días; afortunadamente, solo se queda en el intento, porque las muestras de cariño tan efusivas a estas horas de la mañana me repelen un poco. Como tengo cierta habilidad para el escapismo, en el último segundo, me giro y voy rauda y veloz a sacar la leche de la nevera.
Demasiada intimidad para mí, abogado.
Nos acomodamos en la minúscula barra y le ofrezco unas tostadas de pan de molde bastante insípidas para que acompañe su café.
Si me conociera un poco más, sabría que me gusta el silencio, sobre todo por las mañanas. Es lo que tiene vivir sola, no tienes que ser una borde con nadie al levantarte todos los días, pero Bruno no lo sabe, así que saca temas de conversación para captar mi interés. Primero, se lanza en busca de un aprobado por lo de anoche y, cuando se da cuenta de que no estoy muy por la labor de rememorar las mejores jugadas del partido, pasa a comentarme que quiere dejar de compartir piso; con lo que tampoco logra mi atención. Finalmente, opta por decirme todo lo que tiene que hacer mañana lunes en el despacho con mi prima Alicia, como si ella fuera la pieza que le sirve de comodín para arrancarme las palabras. Mantengo la calma sin soltar ningún improperio, a pesar de que no estoy acostumbrada a compartir mañanas después del sexo y de que soy brutalmente sincera. Respiro y disfruto de mi infusión, sin prisa, mientras echo un vistazo a mi móvil que tiene un montón de notificaciones pendientes. No quiero ser una estúpida, lo que pasa es que mi cabeza ya está en modo viaje, a miles de kilómetros de aquí. Así que emito alguna interjección para que vea que sigo la conversación y continúo a lo mío.
—Será mejor que me vaya —me anuncia después de recoger las tazas.
—Está bien.
—Oye, Vega. —Uy, sí, esa soy yo—. Sé que te vas el martes y que no tienes una fecha prevista de vuelta, sin embargo, si te parece bien, me gustaría seguir llamándote y retomar esto cuando regreses. —Nos señala a los dos, como si dibujara en el aire una línea imaginaria.
—Bruno, como bien has dicho, no sé cuándo volveré, será mejor que no…
Ahora sí que me pilla desprevenida y su beso se come el final de mi frase. Sus labios se apoderan de los míos y envuelve con su lengua la mía. Bruno besa bien, con cadencia y pausa, sin pretensiones, por lo que no me aparto de golpe. Sin embargo, esa insinuación de que, aunque nos vayan a separar unos cuantos países durante los próximos meses, me esperará, o algo parecido, me genera el suficiente rechazo como para detenerlo.
Esto, como él lo ha pronunciado, es solo un tonteo que empezó hace más o menos un año. Bruno es compañero de bufete de mi prima y, una noche, el verano pasado, coincidimos con él y sus amigos en la inauguración de una terraza. No sé, las copas, las risas, las vacaciones… Me cayó bien desde el minuto uno. Incluso me resultó atractivo, para sorpresa de mi prima y mía porque no es para nada el prototipo de chico que me suele gustar; rubio con el pelo rapado, ojos claros, sin barba, estilo tirando a clásico y cara de niño bueno. Aun así, me gustó. Los meses fueron pasando y seguimos quedando de vez en cuando para ir al cine, a tomar unas cervezas o a cenar. Él no tenía ninguna prisa y a mí me resultó raro no acabar sin ropa en el segundo encuentro, sin embargo, entendí que no todos manejamos los mismos tiempos y me habitué a que marcara él el ritmo. Y así, sin grandes sobresaltos, hemos llegado hasta aquí.
—No quiero que me esperes, Bruno, no tienes ningún compromiso conmigo.
—Vamos, Vega, no te vas a quedar allí para siempre. Solo te digo que estaré aquí cuando vuelvas y que no quiero perder el contacto contigo. No te estoy pidiendo matrimonio.
Le saco la lengua haciéndole burla, sé que no se está refiriendo a eso.
—¡Uf, qué desilusión! —ironizo—. Ahora en serio. Puedes seguir haciendo tu vida y lo que te plazca, no tienes que rendirme cuentas.
—Tenemos un problema si después de un año no te has dado cuenta de que no soy el rey de los rollos de una noche. —Eleva las cejas y yo cabeceo.
Tiene razón, al menos conmigo no ha sido así. Nos despedimos en la puerta media hora después, sin promesas por mi parte y con una suya: Seguiré aquí.
Llamo a mi madre mientras saco la maleta de debajo de la cama y empiezo a guardar mi ropa, pongo el altavoz para no perder el tiempo.
—Hola, cariño.
—Hola, mamá.
—Acabo de hablar con Damián, me ha dicho que te metas algo de abrigo, que allí el tiempo es muy cambiante.
—Gracias por recordármelo, había olvidado que allí no hay tiendas.
—¡Vaya! Mi hija usando el sarcasmo. ¡Qué novedad!
Sí, eso es un hecho, a veces debería morderme la lengua antes de soltar lo que pienso con tanta sorna, pero temo morirme con mi propio veneno si lo hago.
—¿Qué tal está Damián?
—Mal, Vega, está muy agobiado y cada día más triste. ¿Estás segura de lo que vas a hacer? —me pregunta por trillonésima vez. Supongo que, en el fondo, se siente un poco culpable por no ser ella la que viaje el martes a echar una mano a su hijo.
—Completamente, mamá. Tú no te preocupes.
Mi madre sigue contándome detalles sobre su próximo viaje a Canarias, el que le han organizado por su jubilación unas antiguas compañeras del hospital y, con su voz armoniosa de fondo como banda sonora, sigo a lo mío.
Cuando mi hermano me pidió ayuda, ambos estuvimos de acuerdo en dejar a nuestra madre al margen de la situación. Después de haber trabajado tan duro toda una vida, no podíamos consentir que perdiera la libertad y no disfrutara de su jubilación, como le ocurre, desafortunadamente, a miles de abuelos.
—Sabes que si necesitáis que vaya…
—Mamá —protesto ante su insistencia—, aunque no lo recuerdes, soy tu hija mayor.
Ella se ríe con ganas porque, aunque así lo corrobore mi fecha de nacimiento, mi madre siempre me ha considerado la niña pequeña de la casa. Nos despedimos cuando tengo la maleta casi lista y quedamos en hablar mañana otra vez.
Los siguientes minutos mi cerebro no para de devolverme imágenes de otra Vega en otra vida, por lo que decido meterme en la ducha para intentar desconectar.
Es una ciudad, Vega.
La misma ciudad.
Pienso de nuevo en mi hermano y en mi sobrina, mi familia, razón más que suficiente para no mirar atrás.

2. ESE CHICO DE OJOS TRISTES
2021
VEGA
Mi hermano me abraza tan fuerte que me deja sin respiración, lleva así tantos segundos, aferrado a mi cuerpo, que acaparamos las miradas de todos los transeúntes de la terminal de llegadas de Schiphol.
—Damián, necesito coger aire.
—Lo siento, sister. Qué puñetero desastre soy, casi te empapo la camiseta. —Se separa de mí y se pasa las manos por el pelo, hastiado, ahora lo lleva más largo de lo habitual, por lo que yo misma meto las manos en su flequillo y se lo revuelvo—. ¿Solo has traído una maleta y el portátil? —pregunta, intentado recomponerse.
—Sí, tampoco iba a traerme todo el armario, aquí hay tiendas, ¿recuerdas? —Caminamos hacia el parking para coger su coche.
Mi hermano se carcajea y hace alusión a la conversación que mantuvo con mi madre después de que colgara conmigo, en la que, evidentemente, hablaron de mí y de mi teoría sobre la industria textil holandesa. En esta familia las noticias son más rápidas que los aviones.
—¿Qué tal estás?
—Estoy bien. —Cabeceo—. Deja de preocuparte por mí. Los importantes ahora sois Ada y tú, ¿cómo lo llevas?
Me ayuda a abrocharme el cinturón, como si fuera una niña pequeña, y enciende el motor para irnos a casa.
—Vega, en serio, muchísimas gracias —elude mi pregunta—. Sé que es una putada de las gordas que hayas tenido que venir aquí, precisamente. Te prometo que cuidaré de ti.
—No digas tonterías, Damián. Es solo una ciudad y en diciembre hará diez años, está olvidado.
—No lo está si todavía llevas la cuenta —afirma.
Paso de contradecirlo, simplemente, me limito a rebuscar en mi bolso las gafas de sol y ponérmelas antes de quedarme ciega.
—¿Todo sigue igual? —insisto, porque estamos hablando de él y no de mí.
—Sí, sin novedad. El viernes voy a Amberes a buscar a Ada. La semana que viene empieza el colegio y quiero que se centre unos días antes en casa, necesita recuperar su rutina, porque ha pasado mucho tiempo sin estar aquí. Estoy nervioso, no sé… —Resopla y mi mano viaja hasta su rodilla para detener su tembleque.
Me duele mucho verlo así; cansado y muy perdido. Precisamente él, que es el ser más tranquilo de este mundo. Vamos, la calma y la sensatez en persona.
Yo le saco a él dos años y él a mí dos pasos, siempre, desde que era un mocoso. Damián ha ido por delante de mí, en todo. Posee un sexto sentido para leerme, no solo a mí, también a mi vida. Me llenaba la cabeza de consejos sobre la anticipación y la prevención, sin embargo, soy jodidamente visceral y, encima, pasé muchos años pecando de soberbia y orgullo —combinación bastante explosiva, por cierto—, así que, en raras ocasiones, tuve en cuenta su opinión. Damián es bueno, noble y protector. Por eso, verlo fatigado, sin un atisbo de sonrisa en su cara de niño mono, y con esa mirada gris y apagada, me parte en dos. Mi chico de risa contagiosa es ahora el de ojos tristes que se agarra al volante con fragilidad. Ni tan siquiera él, con su instinto, hubiera sido capaz de prever el cambio tan brutal que dio su vida aquella tarde de febrero.
En cuanto me doy cuenta de que estamos a punto de llegar a su casa, un pequeño nudo se forma en mi estómago. Afortunadamente, mi hermano abandonó el piso en la calle Tweede Laurierdwarsstraat en el que viví con él cuando se mudó con Lilly. Ahora, tienen uno mucho más grande, aunque sigue estando en el mismo barrio.
La memoria es muy puñetera, al menos la mía. Se puede olvidar de lo que cené hace un par de noches, sin embargo, la cabrona guarda otros detalles como si se hubieran grabado a fuego en mi cerebro. A pesar de que apenas viví aquí tres meses, una buena ráfaga de imágenes de aquellos escasos noventa días se pasea por mi mente como los fotogramas de una película antigua, en blanco y negro, quizá porque el color se ha ido deslavando.
—No sé qué decirte, Dami, nadie se puede poner en tu piel en este momento.
—Lo sé, tranquila, que estés aquí para acompañarme ya es suficiente, Vega.
—No podía dejarte solo. Tú ya viniste a rescatarme una vez.
—O sea que lo haces porque te sientes en deuda conmigo, ¿eh?
—No seas idiota. —Le atizo un pequeño manotazo antes de bajarnos del coche—. Lo hago por ti y por Ada, sabes que mi sobrina está muy por encima de cualquier otro miembro de nuestra familia.
Me parece vislumbrar un amago de sonrisa y mis nervios se esfuman.
No he dicho ninguna mentira, mi sobrina, que en diciembre cumplirá cinco años, es mi ojito derecho; rubia platino como su madre, pecosa como mi hermano de pequeño y con más arte junto del que yo pueda exponer en la galería. Es lista y zalamera, una combinación perfecta para hacer conmigo lo que quiera, hasta despertar en mí un instinto inexplorado.
El piso está en el barrio Jordaan, uno de los mejores de Ámsterdam, por eso entiendo que mi hermano no se haya querido mover de aquí. Tiene ambiente, tiendas, pubs, restaurantes, en definitiva, vida. Quizás a la segunda le coja el punto a esta ciudad, ¿no?
—Vaya, esto es una pasada —exclamo cuando entramos en su precioso piso y nos descalzamos, ya sabes, costumbres europeas.
Ventanales enormes en el salón con vistas al canal. Techos altos. Puertas blancas. Suelos de madera ancha. Muebles restaurados con mimo y piezas con color.
—Pasa. —Me indica para que le siga a través del pasillo.
Había visto alguna foto cuando se mudaron y las que nos suelen mandar en las celebraciones de los cumpleaños, pero desde dentro es mucho más espectacular.
—Esto tiene que costar una pasta.
—Las clínicas van bien, no me puedo quejar.
Aquí, mi bro, con veintitrés añitos y recién graduado en Odontología, vino raudo y veloz a rescatarme y, como la vida es muy caprichosa, él se quedó en esta ciudad y yo me fui. En menos de seis meses empezaba a controlar el idioma, tenía trabajo y una novia preciosa. Ahora entiendes mejor lo de la ventaja que siempre me saca, ¿no? Enseguida consiguió abrir su propia clínica dental junto a otra compañera de universidad, que también recaló aquí. Desde entonces, no ha parado de crecer, porque acaba de abrir la segunda hace muy poco.
—¿Esta es mi habitación?
—Sí, era mi despacho, pero he intentado hacerlo más habitable. —Ha apartado la mesa hacia un lado y ha colocado una cama en el centro. También ha despejado un armario pequeño, de los de un cuerpo, antiguo y con espejo.
—Es perfecta.
—He pensado que, como estarás sola hasta que Ada salga de la escuela, puedes colocar tu ordenador y trabajar en el salón, allí hay muchísima luz y más espacio.
Me parece una buena idea. Afortunadamente, puedo trabajar desde cualquier rincón del mundo siempre que tenga conexión a internet. Estudié Historia del Arte, con la cantinela de mi madre de fondo sobre las escasas salidas laborales de mi elección. Y su afirmación constante de que sería una más en la larga lista de desempleados que tiene nuestro país. La realidad ha sido bien diferente a sus predicciones. No es solo que nunca haya pasado apuros gordos desde que me gradué, sino que, además, hace unos años, conseguí el trabajo de mis sueños en una de las mejores galerías de Madrid.
Soy la encargada de elegir y actualizar los contenidos de su web, en coordinación con Álvaro, el dueño. Puede decirse que mi puesto engloba las tareas de una creadora de contenido y de una jefa de Departamento de Comunicación. Además, sigo siendo asesora de arte y conservo, en exclusiva, a mis principales clientes; tres coleccionistas forrados y caprichosos que me tienen ocupada la mayor parte del tiempo con sus colecciones. Así que trasladar la oficina de mi mesa del salón a este piso de mi hermano no me va a suponer ningún problema.
—Cojonudo —respondo resuelta.
—Sigues hablando fatal, Vega. Vas a tener que tener cuidado con Ada, le encanta repetirlo todo, sobre todo si es en español.
Me descojono con ese dato y él pone los ojos en blanco.
—Vale… —entono repipi—. Lo intentaré.
—Parece mentira que luego seas una pija finolis y trates con esos ricachones que gastan millonadas en un cuadro que podría pintar mi hija.
—¡Oye! No te metas con el precioso oficio del arte —protesto—. Además, es importantísimo saber moverte en cualquier ambiente, pero no perder nunca tu esencia —recalco para que no se piense que hablo de albúmina, yeso, encáustica, óleo, expresionismo abstracto o hiperrealismo todo el rato.
Me enseña el resto de las habitaciones, la cocina y el baño, que compartiré con mi sobrina. Antes de liarme a deshacer mi maleta, le obligo a tomarse una cerveza conmigo tirados en el sofá.
—¿Qué quieres hacer? ¿Te apetece ir a dar una vuelta? —me pregunta con poco entusiasmo.
—No, hoy creo que prefiero quedarme aquí y aclimatarme. Además, debería encender el portátil y echar un vistazo a los correos.
—Vale, entonces pido luego la cena.
—Ni de coña. Déjame echar un vistazo a tu nevera y preparo algo.
Mi hermano sabe que me encanta cocinar y, además, me relaja, por lo que me viene de lujo para mentalizarme de dónde estoy y de lo que he venido a hacer aquí.
—Vega, quizá deberíamos llamar al chino… —vocea.
—¡Dami! Pero si este frigorífico está para comerme a mí —grito porque solo encuentro dos yogures y tres latas de cerveza, tristes y solitarias, saludándome.
—No como en casa nunca y Ada lo hará en el colegio cuando empiece a ir a clase. Además, hace mucho tiempo que no está aquí… —Entra cabizbajo, medio disculpándose.
Se sienta en el taburete y apoya los codos en la isla, sujetándose la cabeza con las manos. Abatido.
—¡Eh, mírame! —Me acerco y le cojo de la barbilla para que alce la cabeza—. No tienes que poder con todo, ¿vale?
—Es que estoy jodido, Vega. Este que se arrastra de casa al trabajo y del trabajo a casa no soy yo y me fastidia sentirme así.
—Lo sé, pero yo tengo un hermano muy sabio que una vez me dijo: Uno puede dejar de estar durante un tiempo, sin embargo, nunca hay que dejar de ser.
—¿Has utilizado sabio y hermano en la misma frase? —me pregunta con chulería y por fin veo sus ojos—. Esta ciudad ya te está cambiando, Vega. Ten cuidado.
—Calla, capullo. Y vámonos a la compra antes de que estos europeos se metan en la cama. —Miro mi reloj y pestañeo—. Coño, si ya deben de estar a punto.

3. FLOTANDO
2021
ELIO
Agudizo el oído para dar con el paradero de mi móvil. La mayor parte del tiempo lo tengo en modo vibración, porque suelo llevarlo encima, pero, con este caos, lo habré dejado tirado por cualquier rincón y ahora no lo encuentro.
—¡Te tengo! —Lo rescato del sofá—. ¿Sí?
Deja de sonar justo cuando descuelgo, así que no tengo más remedio que devolver la llamada.
—Elio, ¿me escuchas?
—Sí. Dime, Emma.
—No te oigo muy bien. —Su voz suena entrecortada y me muevo esquivando las cajas para intentar buscar un sitio donde poder escucharla mejor.
—Espera que salgo a cubierta, quizá tenga mejor cobertura afuera.
La carcajada de mi amiga me llega alta y clara, nada que ver con el sonido anterior. Subo las seis escaleras que me separan de la puerta y salgo para apoyarme en la barandilla.
—Vaya, eso de salir a cubierta ha sonado como si estuvieras navegando por el Mediterráneo en un yate de lujo. ¿Tal vez Ibiza?
—Muy graciosilla, ¿no se supone que esto hace cien años fue un barco? Pues tendré que utilizar el vocabulario náutico, ¿no?
—Tú lo has dicho, amigo. Hace cien años. Ahora es una houseboat. Por cierto, ¿todo bien? Porque, como has adelantado tu traslado casi un mes, puede que te falte algo.
—De momento, sí. Funciona todo perfectamente. Incluidos los grifos, a pesar de que casi me disloco la muñeca abriéndolos, están bastante oxidados, pero el agua sale limpia.
—¿Qué querías? Esa casa lleva cerrada demasiado tiempo. Desde que se murió mi abuelo nadie se ha ocupado de su mantenimiento, solo de limpiarla.
—Pues entonces no está ni tan mal.
Dudé hasta el último minuto sobre dónde alojarme, pero, en cuanto Emma me envió las fotos de esta casa flotante, que pertenece a su familia, supe que tenía que ser aquí. No es como estar frente el mar, balanceando mi mirada en el movimiento de las olas, pero el elemento sigue siendo el agua, vital para mí. Un piso o un apartamento pequeño en este barrio eran mi otra opción, sin embargo, he preferido retrasar ese primer azote mental en forma de recuerdo, aunque no estoy muy lejos.
Se nota que esta casa era el capricho del abuelo de Emma, un arquitecto bastante afamado de la ciudad. Está rehabilitada con muchísimo gusto. Las paredes, laminadas en madera grisácea, a conjunto del suelo. La cocina americana con una pequeña barra forrada de azulejos hidráulicos en blanco y negro, con todo lo necesario. La zona de estar, con un sofá gris, bastante cómodo para ser pequeño, lleno de cojines blancos, en perfecta armonía con los tonos neutros del resto de la decoración interior. A mano derecha, una mesa funcional, donde cabe mi ordenador, mis libretas y todos los rotuladores que despliego cuando me siento a trasladar las ideas de mis anotaciones al documento Word que he abierto hace meses. En la otra punta, o también llamada popa, la única habitación; cama de madera, de buen tamaño, con arcón debajo de almacenaje y la ventana (u ojo de buey, continuando con la terminología naval) como cabecero. Tras una puerta corredera de estilo industrial, un baño; en los mismos colores grises, blancos y negros, para no desentonar. El detalle de haber encajado una ducha, amplia y moderna, y una bañera antigua con patas es de otro nivel. Un nivel muy superior.
—Por cierto. Pensé que te quedarías en París algunos días más —me dice mi amiga con tono condescendiente.
—Pues no, ya sabes que no es mi ciudad favorita del mundo. Y, además, en esta ocasión, he estado muy disperso allí. Me pesaban los días. —Pierdo la mirada en el canal. Vale, la pierdo también en mis pensamientos durante un tiempo que no sabría cifrar.
—No me fastidies, Elio. ¿No has escrito nada? —La entonación de Emma me devuelve al presente y me recuerda que, ahora, además de ser mi amiga, es mi editora y se acaba de poner en modo profesional.
—Tranquila, Em. Está todo controlado.
—Ni Em, ni nada. No me cameles. En unas semanas volaré a Ámsterdam y necesito que tengas la mitad del borrador por lo menos. Que luego ya sabes que hay que montar la maqueta con las fotos y encuadrar los textos. Tienes los cuadernos llenos de ideas documentadas, Elio, no puede ser tan difícil. Llevas acumulando material casi diez años. Como no tengas más de la mitad cuando llegue, te voy a tirar al canal. Y que sepas que ese no lo drenan desde hace años. Verde vas a salir.
Me aguanto la risa porque, cuando se cabrea, parece poseída y me hace mucha gracia comprobar su cambio de tercio en cuestión de segundos. Su marido Jon, mi mejor amigo, y yo solemos aguantar sus sermones como si fuéramos dos chiquillos traviesos. En cuanto no la tenemos delante, nos partimos de risa, porque Emma es perro ladrador, poco mordedor.
—Te prometo que lo tendrás. Solo necesito un par de días para ordenar mis cosas en mi nuevo hogar y concentrarme. Por eso he venido antes de lo previsto, Emma, porque sé que en el único sitio donde puedo reconectar con el auténtico Elio es en esta ciudad. Hace demasiado tiempo que no sé quién cojones soy y ya es hora de averiguarlo.
—Te lo puedo recordar yo si quieres. Eres casi el mismo Elio que se marchó de Ámsterdam siendo un niñato cobarde y gilipollas. Ah, y mentiroso, eso también —afirma y se queda tan pancha.
—Maravilloso, Emma. ¿Algo más?
—No, creo que con eso tienes suficiente. —Relaja el tono—. Ponte las pilas, porque de verdad que pensé que estabas centrado en sacar adelante este proyecto y creí que con Aiko en París…
—Tiene que ser aquí —la corto, porque sé que me va a hablar de por qué soy incapaz de asentarme y abrirme, esa letanía que tan bien me conozco—. Necesito reconciliarme conmigo mismo, con esta ciudad, con lo que atesoro de ella y con esa parte que debería dejar de ser una roca dentro de mí.
—¿Ves? En el fondo eres un maldito romántico.
—No digas tonterías.
—No son tonterías, amigo. ¿Tú no te oyes? Eres un romántico —me repite—, aunque te pegues un tiro en la sien antes de reconocerlo.
—¡Qué exagerada! —Niego con la cabeza a pesar de que no puede verme—. Supongo que querías decir guarromántico,¿no?
—Eso también, idiota. —Se ríe y me relajo. La seriedad no le dura mucho—. Escribe de una maldita vez y no pierdas el tiempo, que te conozco. Si quieres empezar a ser un adulto, deja tu nabo guardado una temporada, te ahorrarás disgustos.
—Gracias por el consejo, pero tus palabras me ofenden, amiga —le digo ceremonioso—. Te he dicho hace un par de meses que estoy en plena época de castidad, no he venido para eso. —Oigo cómo resopla, incrédula.
A ver, entiendo que esa afirmación, viniendo de mí, sea difícil de creer, pero es verdad que llevo algún tiempo en el dique seco, más por voluntad propia que por falta de oportunidades, y, que conste que me siento realmente bien, sin necesidad de intercambiar fluidos.
—Lo que tú digas. Será mejor que me vaya a comer.
Existe tanta confianza entre nosotros que no necesita escusas para ignorarme y lo prefiero así, porque odio tener que guardar las formas y menos con mis amigos.
—Vale, cuídate y dale dos besos a Jon de mi parte.
—No los va a querer, que lo sepas.
—Vaya, pues cuando hablo con él no está tan susceptible.
—Porque te quiere, idiota, pero hace trece meses que no te ve. —Y suena a queja.
Repito la misma excusa de siempre, esa en la que me convenzo sobre lo importante que ha sido mi trabajo durante los últimos años, lo bien que me he sentido logrando mis metas profesionales y el poco margen que me ha quedado para la vida social o familiar. Pero, en el fondo, en el fondo está lo que me guardo. Y sé que haber vivido entre aeropuertos y aviones con la maleta siempre hecha ha sido mitad elección mitad imposición propia, como una huida hacia adelante continua, una que sabía que algún día tendría que terminar, como realmente está sucediendo ahora. Me despido de ella con la promesa de que voy a aplicarme las próximas semanas y con su amenaza a voz en grito como adiós.
Antes de volver a entrar en casa, o en el barco, lo que prefieras, y terminar de acomodarme, me quedo observando el movimiento del agua del canal; esa sinuosidad del flujo continuo, tan distinta a las mareas, pero casi igual de atrayente.
La memoria es cabrona y, sin darle permiso, evoca mi primer paseo por Prinsengracht de su mano todavía temblorosa, con el miedo subyacente por pisar un nuevo país. La forma ovalada de su rostro a contraluz. La mirada ávida e impaciente, queriendo empaparse de todo lo que estaba al alcance de sus ojos. Sus labios entreabiertos, admirando cada rincón con esa necesidad de arte que siempre habitaba en ella. Y hasta el sonido del eco de las palabras que no fui capaz de pronunciar. Y, joder, es tan extraño. Tan extraño que me siento flotando.
Continuará…
Si os ha gustado y queréis seguir leyendo, este es el enlace.
Hasta pronto.