Si Nueva York suena, tú y yo balilamos.

Lo prometido es deuda, así que os dejo por aquí el capítulo 2 de mi nueva novela. En menos de dos semanas podréis disfrutarla completa, mientras tanto, espero que vayáis acumulando ganas.

CAPÍTULO 2

GABRIELA

La azafata me retira la botella de agua, es la tercera que he pedido en la última hora y me informa de que en unos minutos empezaremos a descender y aterrizaremos en el JFK en el horario previsto. Le pregunto por el tiempo que hace durante el mes de julio en la Gran Manzana y ella, amablemente, me dedica unos largos segundos de conversación. Parece que está siendo un mes bastante caluroso, pero ni punto de comparación con las altas temperaturas que soporto en mi ciudad en esta época del año.

Es la primera vez que salgo de España, la primera que viajo en bussines y, además, la primera que tomo una decisión por puro instinto. Vamos, que me estoy licenciando en primeras veces con este viaje. Intento estar tranquila, pero los nervios están haciendo ganchillo con mis tripas dentro de mi estómago. Todavía no tengo muy claro qué narices hago aquí. Como diría mi madre: No es lo mismo estar bien que aparentarlo, mi niña. Pues eso hago en este instante, aparentarlo.

Suelto un suspiro demasiado largo y me acurruco en mi asiento. Sonará extraño, pero todavía la siento a mi vera; aconsejándome, guiándome, riéndose conmigo, incluso hablándome cerquita del oído, aunque solo sea en mi subconsciente. Me parece mentira que casi hayan pasado dos años desde que dejó de tener los pies en este mundo para posarlos en uno por encima de las nubes.

Espero que me disculpes, porque me pongo a divagar y ni tan siquiera me he presentado. Bueno, en cuanto me conozcas un poco más te darás cuenta de que soy muy de enrollarme con esto de las emociones, además, casi siempre las tengo a flor de piel, por lo que me cuesta mucho disfrazarlas. Vale, ya me centro, que sigues sin tener ni idea de quién soy, ¿verdad? Pues allá voy.

Me llamo Gabriela Suárez y nací hace veinticinco años en Madrid. Mi madre y yo vivimos en la embajada francesa en la capital, donde ella trabajaba como chica del servicio (hago hincapié en lo de chica porque apenas tenía veinte años cuando nací yo). Cuando cumplí los dieciséis, nos mudamos a Sevilla, su ciudad natal, y de allí no he vuelto a salir hasta hace unas dieciséis horas aproximadamente, para meterme en este cacharro de hierro rumbo a Nueva York.

No quiero aturullarte con mi verborrea incontrolable el primer día, aunque, te aviso, hablo alto y claro, sin remilgos. Estudié en el Liceo Francés, rodeada de familias bien (así se definían ellas) y sé tres idiomas (cuatro si cuentas el español). Sin embargo, no me gusta utilizar un lenguaje demasiado finolis a la hora de expresarme. Quizás es porque me tuve que adaptar rápido al cambio cuando nos mudamos. A otra cuidad y a otro ambiente muy diferente, sobre todo cuando llegué nueva al instituto del barrio. Allí, todo era radicalmente distinto. Soy bastante social y extrovertida, así que me amoldé a la nueva situación sin dramas. Otra cosa de la que seguro que serás testigo es de que me ponen nerviosa los silencios. Vamos, que no los soporto. Por eso he vuelto loca a la azafata desde que despegamos. Si llego a estar aquí metida tantas horas sin haber intercambiado ni una palabra, pisaría suelo americano desquiciada, porque dormir como una marmota y relajarme tampoco va conmigo. Huracán, me suele llamar mi amigo Marcos.

Cuarenta minutos más tarde, me despido de la tripulación y bajo del avión. Estoy agotada; las ojeras que me he visto con la cámara del móvil lo corroboran. Y, además, cuando desciendo por la escalerilla, me noto mareada.

Me cruzo el bolso sobre el pecho y me dirijo al control de pasaportes con él ya en la mano. Avanzo por un largo pasillo, tirando de mi maleta rosa de lunares negros, muy folclórica, como Lola, mi amiga y mi jefa, que es la que me la ha prestado; es de las de cabina y va a reventar. El billete que llegó a mi correo electrónico hace cuarenta y ocho horas no tiene fecha de vuelta, imagino que me darán luego otro para regresar, así que he metido un poco de todo, improvisando.

Por fin es mi turno. Le entrego al señor agente, o lo que sea, mi pasaporte recién estrenado para la ocasión y el ESTA, que también recibí por correo junto con el billete, y al que ni tan siquiera he echado un vistazo. Después de las comprobaciones oportunas, puedo decir que piso suelo americano.

Unos minutos más tarde, atravieso la puerta de la terminal sin saber quién estará esperándome. Han llegado tantos vuelos a la vez que solo veo piernas y brazos mezclados con ruido.

Respiro un par de veces y me detengo un segundo en mitad del gentío.

—Venga, Gaby, no tiene que ser tan difícil. Recuerda el nombre de la carta y céntrate. Alguien habrá venido a por ti.

Exacto, las palabras las he pronunciado para mí misma, pero en voz alta. Otra manía más. Interiorizar está sobrevalorado.

Manhattan, 30 de junio de 2020

Estimada señorita Suárez:

Siguiendo las instrucciones del señor Coté, tristemente fallecido el pasado 10 de junio a causa de una intervención compleja de corazón que no superó, me pongo en contacto con usted para convocarla a la lectura de su testamento, en el cual está incluida.

Como su albacea, soy el encargado de hacer cumplir su voluntad y, por ello, tengo el deber de comunicarle que deberá presentarse en las oficinas centrales de Coté Group, en la 5th Ave con la W 42nd St en Manhattan, el próximo lunes 13 de julio.

Le ruego me envíe un correo electrónico al mail que le indico confirmándome su asistencia, y así podré facilitarle por ese medio toda la documentación del viaje en los próximos días.

Atentamente,

Nick Costas

ceo.cotegroup@cotegroupdevelopment.com

Después de la sorpresa inicial por la citación y por tener noticias de Gabriel, aunque fueran tan tristes, recordé otra de las frases llenas de sabiduría y amor de mi madre: Nunca pares, nunca te conformes. Y, en un arranque de improvisación, impropio de mí, respondí al correo diciendo que viajaría a esa lectura y que quedaba a la espera del resto de detalles, sin consultar con nadie mi decisión.Cuando se me pasó el subidón por el arrebato, empecé a ver el tema algo más confuso. No obstante, odio dar marcha atrás y no soy de las que se arrepienten de sus decisiones cinco minutos después de haberlas tomado, por muy descabelladas que sean, así que, como he dicho antes, me dejé llevar por mi instinto y he llegado hasta aquí.

Cuando se lo conté a mis amigos, me volvió a invadir el miedo. Lola se puso como una loca, pero no de alegría, sino de preocupación. Me advirtió de que no diera ni un euro por adelantado, porque eso sonaba más bien a estafa online que a otra cosa. Luego le tocó el turno a Marcos. Él no paró de preguntarme si estaba segura de que todo era real, con nombres y apellidos, porque parecía sacado de una trama de alguna película sobre chicas engañadas que viajan a otros países y terminan en una red de tráfico de mujeres. Flipé con la imaginación desbordante de ambos.

La verdad es que no tengo ni idea de por qué Gabriel me ha incluido en su testamento, ni de por qué yo me he dejado llevar por ese primer impulso, que no suele tener cabida en mis decisiones, y he cogido un avión hasta llegar aquí. Sin embargo, lo que tengo más o menos claro es que no pierdo nada por venir y escuchar su última voluntad, ¿o sí?

Los últimos días no he dejado de pensar en Tiffany, la hija de Gabriel. Ella y yo nos criamos juntas en la embajada. Supongo que sus padres prefirieron que compartiéramos estudios y juegos para que no se sintiera tan sola. Al fin y al cabo, éramos las dos únicas niñas que revoloteaban por un mundo lleno de adultos. Fue una bonita época que recuerdo con una sonrisa. Tuve suerte de tener una infancia feliz. Ella era la nieta del embajador, el padre de Gabriel. Y yo la hija de Cayetana, la asistenta. Sin embargo, a pesar de nuestros orígenes distintos, nunca hubo distinciones entre nosotras, al menos en lo que a educación se refiere. Ambas fuimos al mismo colegio (que, evidentemente, mi madre no pagaba), compartimos los profesores de idiomas, las clases de piano y las horas de baile en una de las mejores escuelas de danza de Madrid, que eran, sin duda alguna, mis preferidas y en las que nació mi vocación por este maravilloso arte. Cuando ella iba a cumplir doce, se mudaron a Nueva York. Nos enteramos de que Gabriel y su madre se separaron casi al llegar. Nosotras nos fuimos a Sevilla después y perdimos el contacto.

¿Será ella quien está esperándome?

Intento leer los carteles que portan los chóferes mientras esperan a los recién llegados. Por fin veo escrito mi nombre en uno. El chico que lo sostiene lleva un traje negro, sin corbata. Es alto y moreno, con unos rizos desordenados que restan formalidad a todo su aspecto, como si hoy no se hubiera peinado. Avanzo con decisión y, cuando se da cuenta de que voy directa hacia él, se adelanta un paso para ayudarme con la maleta.

—¿Nick? ¿Nick Costas? Soy Gaby.

Fruto de los nervios, me abalanzo sobre él para saludarle, con dos besos incluidos, sin esperar a que pronuncie ni media palabra. Él, aturdido, se queda a medio camino entre estampar su cuerpo contra el mío o rehuirme. Por eso, mis labios casi rozan la comisura de su boca en plena confusión. Vale, ahora solo quiero que la tierra me trague.

¡Coño! Siempre me olvido de que el saludo formal del resto de las culturas no implica tanto toqueteo y besuqueo como el nuestro.

—Perdón, no quería… —me disculpo, en español, porque todavía no he cambiado el chip.

—Tranquila —me responde él en inglés—. No soy Nick, soy Adam, su chófer.

Después del bochorno por el recibimiento y de observar que se lo ha tomado como una anécdota divertida —por la sonrisa que me dedica—, le sigo hasta el coche en silencio, dándome golpes mentales por mi maravillosa entrada en el país.

Así se hace, Gaby, te pueden contratar para rebajar las tensiones internacionales, eres única.

—Lunares. Olé —dice ahora en español con una pronunciación rara y guarda mi maleta.

—¿Hablas español?

—No. Solo poco.

Cierra el maletero y veo que tiene la intención de abrirme la puerta trasera de este impresionante deportivo. Es un Audi S7 Prestige, gris perla, que parece recién salido del concesionario. No es que entienda de coches, pero he sido rápida leyendo el modelo en la parte de atrás. Niego con la cabeza ante su cara de sorpresa y me siento en el asiento del copiloto. Las vistas son mucho mejores aquí delante.

 —Nicola me va a matar —sisea cuando se agarra al volante.

¿Nicola? No sé quién es, así que olvido su comentario, que ha sido de nuevo en inglés, y trato de centrarme en que a partir de ahora será mi idioma también. Bajo un poco la ventanilla para que me dé el aire, pero la vuelvo a subir un segundo después, porque el ruido exterior es bastante abrumador.

En cuanto se incorpora al tráfico, mi cansancio se desvanece. Simplemente, ALUCINO. Así, en grande y a colores. He visto esta ciudad tantas y tantas veces en series y películas que tengo la sensación de que ya he estado aquí antes. Sin embargo, me quedo embobada de igual manera admirando todo lo que vamos dejando atrás. Creo que Adam me observa de reojo y se aguanta la risa. Me cuenta que sus padres son irlandeses y que su abuela materna era sevillana, pero él ya nació aquí y no la conoció. Vaya coincidencia. De ahí que sepa alguna palabra suelta en mi idioma. Él nunca ha estado en España, pero tiene muchísimas ganas de ir. A ratos lo escucho y otros desconecto, porque no puedo apartar la mirada de lo que hay detrás del cristal. Se cuela una llamada por el altavoz y, cuando miro la pantalla, que está en el salpicadero, solo aparece una N.

—Dime —responde Adam.

—Hola, ¿estoy hablando con el canguro? —pregunta una voz grave, con un tono bastante ronco. A continuación, se empieza a carcajear—. Espero que hayas recogido al bebé.

¿Perdona? He oído bien, ¿no? ¿Me ha llamado bebé? ¿Quién narices es este tío? Espero que no sea el CEO de Coté Group, porque, si es así, me está pareciendo un gilipollas.

—Eres un mamón y deberías controlarte un poco. Puede que me ría en tu cara más tarde —le contesta Adam, bajando el volumen, como si así no fuera a oírlo.

 Saco mi móvil del bolso y quito el modo avión. Con tanto ajetreo ni me he dado cuenta de desactivarlo. Y así, de paso, disimulo. Es mejor que crean que de inglés ando justita. Busco una red que me funcione y mando un par de mensajes a mis amigos para que sepan que he llegado bien.

—Vale, vale. ¿Cuánto te falta? No quiero que se retrase la reunión y tener que cancelar toda mi agenda. No puedo perder el tiempo hoy.

—Con el tráfico que hay ahora mismo, media hora más o menos.

—Perfecto. Espero que ya le hayas dado el biberón a la niña. Aunque, seguramente, en esa guantera tuya, que es como un pozo sin fondo, tendrás algún chupete, tenlo a mano por si llora.

Definitivamente, me doy cuenta de dos cosas: la primera, que estos dos no tienen una relación de jefe y empleado al uso. Y, la segunda, que, si este es el tal Nick, sí, definitivamente, es gilipollas.

Acqua in bocca, mozzarella —le advierte su chófer usando una expresión italiana para que se calle.

Dentro de esos tres idiomas que aprendí, uno fue el italiano; no tengo mucho nivel, pero me defiendo. Lo del queso debe de ser un mote.

—¿Por qué? Es fea y con bigote, no me digas más. Me la estoy imaginando, llena de pelo por todas partes. —Se ríe solo. Adam me mira de reojo, tratando de adivinar si lo he entendido, y tengo que hacer un esfuerzo enorme para que no se dé cuenta que sí—. Venga, no tardes.

—A riesgo de parecer tan imbécil como tú, te diré que lo más probable es que tú mismo quieras ponerle el chupete dentro de un rato.

No entres al trapo, Gaby, no entres.

Continuará…

Espero que os haya gustado y que tengáis ganas de más.

Recuerda que estará disponible en papel y en digital en Amazon el 6 de abril.

Aquí os dejo el enlace.

Nos leemos…

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