
Malibú, 31 de diciembre.
Ayudo a mi hija a caminar por la orilla con la tabla debajo del brazo y sonrío orgulloso al ver como se enfada porque no quiere que le eche una mano. Eli es terca e independiente; vamos, que tiene lo mejor de Oli y lo peor de mí, de eso no hay duda.
—¿Habrán llegado todos? —me pregunta mientras salimos de la playa y enfilamos la pasarela de madera para llegar a casa—. Ro prometió que iba a peinarme y a pintarme para la cena, como ella.
¿Ha dicho pintarse? Pero si es una enana todavía.
—Espero que ya estén todos sí. No me gustaría tener que comerme todo lo que ha cocinado mamá.
Normalmente pasamos las navidades en España, pero, por motivos laborales, este año no nos podemos mover de aquí. Así que Oli les mandó los billetes a todos hace un par de meses, y, han venido ellos a visitarnos. Sus amigas no pusieron ninguna objeción; son las más entusiasmadas con la idea de cambiar de aires y pasar unos días con buenas temperaturas al lado de la playa. Y, mi familia, que este año viene al completo, tampoco se negó.
—Ven, vamos a dejar las tablas aquí afuera y a quitarnos la arena de los pies. ¿Te ayudo con la cremallera?
—Puedo sola, daddy. No soy Leo —se queja de nuevo Eli.
Sonrío, porque ha empleado un tonito bastante agudo. Su hermano va a cumplir un año y supongo que todavía se está haciendo a la idea de tener que compartirnos con él. Sin dejar que le diga nada más, se da la vuelta y entra en casa, los chillidos de los que están dentro al verla llegan hasta aquí.
Leo, nuestro pequeño, nació en Barcelona mientras yo rodaba allí. En cuanto lo tuve en mis brazos, fui consciente de que mi niño iba a ser igualito a su madre. Moreno, con ojos oscuros y expresivos, y con un carácter muy tranquilo, nada que ver con su hermana mayor, que se parece mucho a mí. Es como si nuestro ADN hubiera jugado a equilibrarse con nuestros hijos. ¿Qué más os puedo decir? Que estoy muy bobo desde que soy padre, pero sobre todo muy feliz.
—Profe, esos pies. —Oli me señala la arena que todavía tengo entre los dedos y niega con la cabeza. Se ha apoyado en el marco de la puerta y me mira de arriba abajo. Acabo de bajarme el neopreno hasta la cadera y supongo que todavía le gusta lo que ve. Joder, me alegro muchísimo de que así sea. Ella sigue siendo perfecta. Con sus vaqueros claros rotos y esa camiseta blanca básica me lo parece aún más. Su belleza natural me encanta desde el primer día que la vi en el Palmar—. ¿Qué tal el baño?
—Muy bien, había buen tamaño para ella, pero me ha costado mucho sacarla de allí, es incansable —respondo y entro en casa.
—Lo sé. No parecía muy contenta cuando ha entrado ahora. Menos mal que todos se han volcado en ella nada más llegar al salón y ha dejado de torcer el morro.
Sonrío, porque está claro que necesita ser el centro de atención unos días. Pobre.
—No te preocupes tanto, Aceituna. Solo está algo celosa. Se le pasará cuando su hermano crezca. —Envuelvo a Oli con mis brazos y, como todavía estoy húmedo, le mojo la camiseta.
—Hablando de hermanos…
—¿Ya han llegado?
—Sí, Alejandro, Lidia y tu madre llegaron hace media hora. Están los tres en el salón. Sé que va a ser raro, pero se nota que están muy contentos de estar aquí. ¿Estás preparado?
Mi hermana no cejó en su empeño y consiguió que volviera a hablarlos hace un tiempo. Ellos se arrepintieron de todo lo que hicieron y yo, aunque no haya olvidado lo que pasó, decidí perdonarlos y centrarme en el presente y en el futuro, dejando de lado el pasado, sobre todo el más amargo. Mi vida y las suyas no tienen nada en común, así que, realmente, es raro que coincidamos en el mismo sitio. Oli y mi hermana han confabulado para que, por primera vez, nos sentemos todos juntos en la misma mesa en Nochevieja.
—Necesito unos minutos. Creo que me daré una ducha primero y, además, acabo de decidir que me vas a acompañar. —Sujeto su mano y tiro de ella para subir por las escaleras a nuestra habitación, sin pasar por el salón, donde se oyen las voces de todos.
—Alberto, no puedo. Tengo la carne metida en el horno y la casa llena. Solo faltan Bruno y su nueva novia, y el invitado especial, que prefiero no nombrarlo para que Ro no hiperventile.
—Sabes que a Ro le va a dar un ictus cuando lo vea, ¿no?
—Esa era mi intención cuando le invité. Estoy deseando ver la cara que pone cuando el señor Houses se siente con nosotros a cenar. Solo espero que se comporte y no tenga que atarla. Además, ella y Bruno… no sé si ya han limado sus asperezas.
—Venga, Cenicienta, deja de preocuparte por los demás. —Envuelvo su cara con mis manos y me inclino para besar sus labios—. Solo serán unos minutos, ya sabes que cuando quiero puedo ser muy rápido.
—¿Tú? Pensé que eras el rey de la paciencia.
—Lo fui, Aceituna. Lo fui. Pero ahora no me puedes pedir que me contenga. Además, tienes que ponerte ropa seca. —Cuelo mis manos por el bajo de su camiseta y acaricio con mis yemas la piel de su estómago, que se la eriza al instante—. Y, también creo que soy el más indicado para ayudarte con esa tarea.
—¿Qué coño hacéis ahí metiéndoos mano? —Sara nos pilla de lo más acaramelados en mitad de la escalera. Tiene a su hija en brazos y detrás de ella viene Raúl con Leo—. Estos dos enanos tienen hambre.
—Yo también, Sarita. —Cojo a Oliva de la cintura y cargo con ella para llevármela a la habitación. La conozco y sé que estaba a punto de darse media vuelta para bajar a dar de comer a nuestro hijo. Siento como se remueve, pero avanzo como si nada en medio de sus protestas:
—¡Alberto! ¡Alberto, bájame!
—Joder, que monos sois coño. ¡Quince minutos tenéis! —grita Sara desde la planta de abajo.
—¿Has oído? Quince. —La poso al lado de la bañera y elevo las cejas, esperando que pille la indirecta.
No tengo intención de dejarla marchar y mucho menos de dejar de provocarla. Es una de las cosas que más me gusta hacer con ella, alimentar las ganas de tenernos, continuamente.
—Lo quiero suave, Profe —me susurra en el oído y os juro que no hay una célula de mi cuerpo que no se estremezca.
—Entonces, tendrán que ser treinta.